Rosana G. Alonso
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La mirada introspectiva de Isabel Lamberti en ‘La última primavera’ se adentra en el día a día de una familia de gitanos en la Cañada Real

La última primavera | StyleFeelFree
Imagen de la película La última primavera | StyleFeelFree

No hay intervención. Isabel Lamberti no se escuda a priori en el documental para hacer un ejercicio ficcionado. Lo que vemos en La última primavera aunque se nutre de la realidad, no esconde cierta artificiosidad que busca encarar los dramas de la vida. Por eso, cuando la cámara se acerca a una familia que vive en la Cañada Real sabemos que la intención va más allá de mostrar y documentar. Hay esmero en escribir un relato que es testimonio social de una gentrificación salvaje que no mira dentro. En este caso, dentro están núcleos familiares que llevan viviendo generaciones en un mismo lugar. Que han construido con sus propias manos su hogar. Que conocen a todos en el barrio. Que viven en una libertad que muy pronto se les va a arrebatar.

Esta es la historia de un clan gitano que pronto tendrá que trasladarse de lo que suponíamos un gueto, y observamos como un asentamiento comunitario. De personas que pasarán de vivir en cierta libertad, bajo sus propias reglas, a vivir hacinados en guetos de control. Con la mirada de Lamberti, que posterga hasta el final su conclusión, entendemos y vemos que en realidad el gueto está más que normalizado. En los grandes núcleos urbanos convivimos en bloques de vecinos, unos encima de otros, pagando desorbitadas tarifas por lo que tendrían que ser derechos básicos como la electricidad. Nos hemos acostumbrado a vidas de competitividad, de domesticación, de frustración. Cuando el deseo que nos imponen desde fuera, no se ajusta a nuestras propias necesidades.

No es que Lamberti pretenda dulcificar la miseria. No busca nuevos clichés que barran con los que ya existen. En la Cañada Real vemos gitanos que trafican, vemos cómo se las apañan para hacer enganches ilegales a la red eléctrica, y vemos la vida pasar en estado de precariedad. Sin embargo, lejos también de afanarse en lograr el ángulo que pervierte la escena con complacencia, se encara a la actualidad. Un día a día que hace a esta gente vulnerable en un territorio suyo, hecho suyo, y que tendrá que abandonar a la fuerza. Con una visión cercana a Isaki Lacuesta en La leyenda del tiempo, la descarnada naturalidad se torna distopía de lo real, según la trama avanza. Es una sucesión de escenas que conocemos de sobra. Es el pan de cada día. Es el paso de la primavera a un invierno sin retorno, saltándose, entretanto, dos estaciones.
 

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